Al día siguiente nos levantamos temprano para irnos en transporte público hasta el punto de comienzo del trekking, un enorme deslizamiento de tierras que destruyó la carretera que llevaba hacia las villas del otro lado.
El paisaje del valle es bastante abierto, no queda mucha vegetación de la selva que un día cubrió estos terrenos y que ha sido sustituida por cultivos. Después de 3 horas de caminar llegamos a nuestro primer destino, unas casitas de estilo Dani con techos cónicos construidos con unas gruesas hierbas altas que entrelazan. La verdad es que la simplicidad con la vive esta gente te deja un poco aturdido: no hay más vida que levantarse por la mañana a trabajar en los campos de batatas y por la tarde noche, cocinar, comer y dormir. La alimentación esta basada en la batata, cocidas a la piedra y acompañadas de las hojas hervidas de la misma planta. Claro que a mi me resultó exquisito, pero no es lo mismo venir aquí y comer uno o dos días que tener el mismo menú durante al menos 350 días al año. Las casas son tremendamente obscuras y como no tienen chimenea, el humo tarda bastante en salir por los resquicios de las paredes y el techo. En definitiva, el ambiente en el interior es un poco opresivo. En estas villas, la gente esta condenada a no salir de allí, muy rara vez pueden proporcionar educación a sus hijos y cuando lo hacen es tan tarde que ya no pueden coger el tren para conseguir un trabajo digno.
Al mismo lugar que nosotros llegaron 3 rusos, Katia, Nina y Yuri que por lo que pudimos ver (aunque en aquel momento no nos dimos cuenta del por que) estaban bastante contentos de vernos. Luego nos daríamos cuenta de la calaña del guía que les acompañaba y comprendimos. Aquella noche la pasamos con ellos, cenamos y Katia, muy simpática por cierto, nos enseñó a jugar al Durak, un juego de cartas de su país.
Al día siguiente los cinco y nuestros correspondientes guías seguimos camino hasta el siguiente destino. Los danis son muy simpáticos y tremendamente hospitalarios; al principio parece que te están mirando serios, pero luego, desde que les dedicas una sonrisa o les dices algo, te muestran esa risa que ya en nuestros países es ciertamente difícil de encontrar. Tuvimos oportunidad en el camino de pegarnos nuestros buenos baños en los ríos, comer con ellos e incluso a la llegada a la villa nos echamos unas partidas de voley (les encanta) en una red que tenían montada en medio de la pradera. Esa noche nos despedimos de nuestros compañeros rusos que emprendían la vuelta, por supuesto como no podía ser de otra manera con un poquito de vodka y jugando de nuevo a las cartas.
La última noche la pasamos en una casa dani siendo atacados por chinches que pusieron muchas decenas de marcas más en mis ya de por si masacrados pies. No nos quedó más que la vuelta al día siguiente hasta Wamena.
Sin duda, desde mi punto de vista, vale la pena venir aquí...
El paisaje del valle es bastante abierto, no queda mucha vegetación de la selva que un día cubrió estos terrenos y que ha sido sustituida por cultivos. Después de 3 horas de caminar llegamos a nuestro primer destino, unas casitas de estilo Dani con techos cónicos construidos con unas gruesas hierbas altas que entrelazan. La verdad es que la simplicidad con la vive esta gente te deja un poco aturdido: no hay más vida que levantarse por la mañana a trabajar en los campos de batatas y por la tarde noche, cocinar, comer y dormir. La alimentación esta basada en la batata, cocidas a la piedra y acompañadas de las hojas hervidas de la misma planta. Claro que a mi me resultó exquisito, pero no es lo mismo venir aquí y comer uno o dos días que tener el mismo menú durante al menos 350 días al año. Las casas son tremendamente obscuras y como no tienen chimenea, el humo tarda bastante en salir por los resquicios de las paredes y el techo. En definitiva, el ambiente en el interior es un poco opresivo. En estas villas, la gente esta condenada a no salir de allí, muy rara vez pueden proporcionar educación a sus hijos y cuando lo hacen es tan tarde que ya no pueden coger el tren para conseguir un trabajo digno.
Al mismo lugar que nosotros llegaron 3 rusos, Katia, Nina y Yuri que por lo que pudimos ver (aunque en aquel momento no nos dimos cuenta del por que) estaban bastante contentos de vernos. Luego nos daríamos cuenta de la calaña del guía que les acompañaba y comprendimos. Aquella noche la pasamos con ellos, cenamos y Katia, muy simpática por cierto, nos enseñó a jugar al Durak, un juego de cartas de su país.
Al día siguiente los cinco y nuestros correspondientes guías seguimos camino hasta el siguiente destino. Los danis son muy simpáticos y tremendamente hospitalarios; al principio parece que te están mirando serios, pero luego, desde que les dedicas una sonrisa o les dices algo, te muestran esa risa que ya en nuestros países es ciertamente difícil de encontrar. Tuvimos oportunidad en el camino de pegarnos nuestros buenos baños en los ríos, comer con ellos e incluso a la llegada a la villa nos echamos unas partidas de voley (les encanta) en una red que tenían montada en medio de la pradera. Esa noche nos despedimos de nuestros compañeros rusos que emprendían la vuelta, por supuesto como no podía ser de otra manera con un poquito de vodka y jugando de nuevo a las cartas.
La última noche la pasamos en una casa dani siendo atacados por chinches que pusieron muchas decenas de marcas más en mis ya de por si masacrados pies. No nos quedó más que la vuelta al día siguiente hasta Wamena.
Sin duda, desde mi punto de vista, vale la pena venir aquí...
2 comentarios:
Dentro de poco vas a echar de menos hasta las chinches!!! Disfruta looco!
Ánimo Gus,sigo tus pasos antes de salir en mi vuelta al mundo
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